miércoles, 27 de noviembre de 2013

Este jueves paseamos por el cementerio


El aire gélido de la mañana se colaba entre los pliegues de su ropa, lanzando mordidas feroces a sus temblorosos huesos. 

- Una apuesta, es una apuesta- repetía Miguel, mientras envolvía su mano en el puño de la chaqueta, para evitar el contacto con el hierro helado de la cancilla. Deseaba tanto impresionar a Elena; sus ojos, su boca, su forma de moverse, le volvían loco, y más loco estaría si dejaba pasar la oportunidad de ganarse su admiración.

- ¡Qué frío!, -murmuró Miguel al tiempo que oteaba el horizonte.

En pocos minutos amanecería y se podría ir al instituto presumiendo de su hazaña y riéndose de aquella pandilla de crédulos, cómo podían hacer caso de la vieja frutera, todo el pueblo sabía que estaba loca, su marido no desapareció en el cementerio, ningún rayo de luz le convirtió en esclavo del demonio, esa historia seguro que se la inventó para no aceptar que su Pepe se largó con otra y la abandonó.

Mientras contemplaba los muros, un temblor, y no tan solo de frío, recorrió su cuerpo. El aspecto de aquel lugar parecía encerrar a todos los demonios del infierno juntos, pero qué se puede esperar después de más de treinta años sin adecentar el camposanto.

Los primeros albores de la mañana aparecieron ante sus ojos, iluminando la maleza  que invadía las piedras gastadas de las tumbas.  Apenas la tenue luz alcanzó el último rincón del reciento, un calor asfixiante brotó de las entrañas de la tierra cerrando el paso al muchacho. A través de la grieta abierta entre lo que hace años debieron ser dos cruces de piedra, se adivinaban cientos, miles de voces distintas que repetían su nombre sin descanso. Mientras su mente trataba de encontrar un significado a todo aquello, unas manos pequeñas, frías y sin alma empujaron su cuerpo al abismo.

Tarde comprendió Miguel que los labios de Elena jamás serían suyos, al menos, no en este mundo.



Más paseos por cementerios en casa de Charo

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Este jueves; Samy





El cuarto de los conjuros estaba hecho un desastre, frascos por el suelo, ojos de tritón debajo de la mesa,  escamas de dragón mezcladas con plumas de león. Vamos, un verdadero caos.

- Maldita sea, se me olvidó cerrar la puerta. No me dará tiempo, no me dará tiempo- gritaba la pobre Mariluja, mientras decidía por dónde comenzar a recoger.

En apenas una hora, el consejo de brujas de zona, acudiría a su castillo para comprobar si era digna de recibir la varita de bruja graduada.

 Atrás quedaban los días de estudio memorizando conjuros y las noches de prácticas y de cacerías, para lograr los ingredientes mágicos que sus brebajes necesitaban.

- Maldita bruja Cuscuja, ¿por qué te haría caso?- se preguntaba Mariluja.

 Su prima, la bruja Cuscuja, le había dicho que necesitaba un toque gótico en su vida para lograr que el comité la aceptase.

- Tienes que conseguir un gato negro, toda bruja que se precie tiene uno- afirmó Cuscuja.
La pobre  Mariluja, que lo que más deseaba en el mundo era conseguir su varita, buscó y buscó hasta que un gato, negro como la noche sin luna, encontró. Un pequeño cachorro de palas largas y mirada intensa, que nada más llegar a casa se convirtió en su peor pesadilla.
Aquel ser desconocía lo que eran los buenos modales y la educación. Corría por toda la casa, arañaba las cortinas, descolocaba los armarios, se bebía sus pociones, dormía dentro de sus gorros de bruja llenándolos de pelos y además, parecía no entender, o no querer entender, las riñas de su dueña.

Mientras movía su escoba voladora empujando los cristales rotos bajo la alfombra, en un intento por disimular aquel desastre, Mariluja maldecía la ocurrencia de su prima y las siete vidas de aquel gato, mientras, el felino, acostumbrado a los enojos de su dueña, se acomodaba, cuan largo era al lado de la ventana, dispuesto a disfrutar de un baño de sol.


Esta semana seguimos jugando en casa de Dorotea, allí descubriremos más palabras y más relatos.