miércoles, 31 de julio de 2013

Este jueves; la luna


Vivo bien. 
Dispongo de comida en abundancia y de agua fresca a mi disposición, siempre que el calor aprieta. 
Disfruto de un pequeño jardín por el que corretean delante de mi lagartijas y pájaros con los que me entretengo jugando a cazarlos, también algún gato callejero ha sentido cerca mis dientes, al despistarse y aparecer por mis dominios. 
Como decía al principio, tengo una buena vida, mis dueños son cariñosos, atentos y me cuidan y respetan sin agobiarme. 
Tengo claro que si volviese a nacer, y pudiese elegir, no cambiaría nada en mi existencia, me gusta ser un animal doméstico, no extraño a mis semejantes, no añoro su compañía.

Sin embargo, algunas noches, cuando esa mancha blanca y luminosa que brilla en el cielo redondea sus formas y se muestra en toda su inmensidad, algo en mi interior se transforma.
 Mi sangre acelera su velocidad, mi respiración se entrecorta y  a mi mente acuden escenas de vidas anteriores entre bosques y montañas rocosas, rodeado de mis iguales, enfrascado en persecuciones sangrientas en busca de alimento.
En ese momento no puedo evitar alzar mi morro al cielo y proferir un largó aullido, una llamada, una señal en espera de respuesta.


Más lunas en casa de María José

miércoles, 17 de julio de 2013

Este jueves; mi pozo de los deseos






Desde hace varios años cuento en mi hogar con dos pequeños pozos de los deseos. Desde su llegada paso noches en vela cuidándolos y mimándolos con dedicación y esmero. Cada día, arrojo a su interior canciones de cuna, palabras de cariño, cuentos plagados de magia y belleza, en un intento por llenar su fondo de enseñanzas puras que se reflejen en sus aguas aún cristalinas.

Para alisar sus paredes atesoro recuerdos, enseñanzas y palabras que confío guarden y sepan utilizar en un futuro.
En ocasiones, siento que mis deseos se cumplen al escuchar el cantarín sonido de sus aguas chapotear, en otras, los vientos de tormenta crean oleaje que debo aplacar, para que el furor de la naturaleza no dañe su interior.
Sé que dentro de unos años crecerán y se separarán de mí, pero siempre existirán entre nosotras unos lazos invisibles  que nos mantendrán unidas para siempre.
Mis pequeños pozos poseen nombre, Irene y Emma, mis niñas. 



Más pozos y más deseos en casa de San



jueves, 4 de julio de 2013

Quiero soñar


Elena cerró los ojos y respiró con fuerza el aire salado que flotaba a su alrededor. Con cada bocanada, la sensación de libertad embargaba su ser y se evaporaba la tensión acumulada los últimos meses. El accidente de su padre, las horas de trabajo en el negocio familiar para ayudar a su madre, los exámenes de su último año en la universidad. Demasiada responsabilidad, demasiadas preocupaciones y poco tiempo para ella. Por suerte, tanto esfuerzo mereció la pena, por fin sus padres dejaron de tratarla como a una niña pequeña y la contemplaron como lo que era, una mujer responsable, capaz de anteponer las necesidades de su familia a las suyas. Gracias a su sacrificio, consintieron que se fuese una semana de vacaciones con sus amigos a la playa. 

Sentada en la toalla, con un libro entre las manos, observaba al resto del grupo jugar en el agua; Ana, Marta, Luís, Marcelo, Toni y Miguel. Se conocieron en el instituto. Juntos compartieron copas, mal de amores, risas. Juntos llegaron a la universidad, y sufrieron decepciones, nervios, horas sin dormir por la tensión de los exámenes. Y juntos planearon aquellas vacaciones como símbolo de su paso a la vida adulta, tras terminar su formación académica. Su destino, la costa sur francesa; durante unos días disfrutarían de la magia de unos parajes solo accesibles para sus bolsillos en sueños.

Elena observaba a sus amigos con una sonrisa en los labios, se sentía tan bien a su lado, segura, protegida, querida.
–Vamos, deja de holgazanear y vente al agua. –Marcelo agarró con suavidad sus manos mientras trataba de levantarla de la toalla. Su piel, helada, provocó un escalofrío en Elena.
–Ya sabes que soy de secano, y que el agua fría no es lo mío –respondió Elena, rogando para que Marcelo no soltase sus manos.
–Está buenísima – aclaró su amigo mientras se alejaba unos pasos para coger su toalla y comenzar a secarse.
 Sin poder evitarlo, la muchacha sintió que sus mejillas se sonrojaban al contemplar el cuerpo de Marcelo. Su piel, tostada por sol, se apretaba contra sus músculos sin que un ápice de grasa se interpusiese entre ambos. Sus rizos morenos se pegaban con gracia a su nuca, en un desorden perfecto.
 –Creo que me voy a quedar un rato contigo al sol, mis dedos empiezan a arrugarse como pasas –se justificó el joven.

El corazón de Elena palpitaba con fuerza contra su pecho. Sin hablar, golpeó con suavidad la toalla, en un gesto inequívoco para que su amigo se sentase a su lado.
 La cercanía de sus cuerpos aisló a los muchachos del resto del mundo. Sus ojos se miraron y sus sonrisas se respondieron en un gesto de complicidad. Elena alzó su mano y, con suavidad y muy lentamente, apartó un pequeño rizo que, rebelde, caía por la frente de Marcelo; mientras él contemplaba su rostro en silencio.
 La piel de la joven suspiraba por un beso, un roce, una caricia de aquellos labios que no dejaba de mirar.  Hacía meses que sentía una fuerte atracción por él.
 Sus cabezas se acercaban y sus labios se entreabrían…


El sonido del timbre, en la puerta de entrada, irrumpió en los sueños de Elena  arrastrándola de regreso a una realidad aborrecida y aterradora. Ya era la hora, su marido y su hija abandonarían la casa para acudir a sus vidas diarias lejos de aquellas paredes, y la mujer morena y menuda, de manos ásperas, se quedaría para cuidarla. La odiaba, odiaba su olor, sus suspiros, sus rezos constantes mientras ordenaba el cuarto. Pero sobre todo, odiaba su mirada, aquellos ojos negros y rasgados en los que vio reflejada por primera vez su decrepitud.

Cómo olvidar aquella maldita tarde en la que su marido acudió a su lado triste y cabizbajo, para susurrar una realidad aplazada pero inevitable: debía regresar a su trabajo, no disponía de más tiempo para quedarse en casa cuidando de ella. En su ausencia, Amalia se encargaría de todas sus necesidades, estarían muy bien juntas, aseguró Luís, sin atreverse a mirar el rostro de su esposa.  Solo para complacerle, Elena alzó la mirada y observó a la muchacha que permanecía inmóvil al lado de la puerta. Y allí estaba, en medio de sus ojos, la repulsión, el asco que la visión de un cuerpo enfermo provocaba en el espíritu de la joven.
Deseó gritar con todas sus fuerzas que se largase, deseó arrastrarla por el pelo lejos de la estancia. Pero no hizo nada. Acostumbrada a anteponer los deseos de su familia a los propios, apretó la mano de Luis y asintió, él necesitaba irse en paz y ella, una vez más, cumplió con su obligación.

 Al quedarse sola de nuevo, Elena arrastró sus doloridos huesos fuera de la cama y se dirigió al baño. Con manos temblorosas, arrojó el fino camisón que cubría su cuerpo al suelo y, sin respirar, contempló su imagen en el espejo.
Su mente se negó a reconocer aquel amasijo de piel amarillenta y arrugada como su verdadera realidad. Sin saber muy bien qué hacía, Elena pasó su mano por la cabeza, en busca de su larga melena, por un instante creyó que aun podría acariciarla. Pero entre sus huesudos dedos no se enredó ningún cabello. 

Del exterior de la casa se filtró el sonido de dos motores, su familia se iba, nunca más volverían a verse.

El débil sonido del dosificador le trasmitió la cercanía de nuevos instantes de paz. Por fin el dolor aflojaría y regresarían los sueños. 

La piel de su rostro sintió de nuevo la brisa cálida y húmeda, procedente de la playa. Sus ojos se posaron con ansia en los de Marcelo, anhelando sus labios…
 –Tengo hambre –gritó Luis abalanzándose sobre ellos.
 –Yo también –rió Toni
–Menuda novedad, tú siempre tienes hambre, no sé dónde metes tanta comida –protestó Ana.

A su alrededor se apiñaron el resto de sus amigos, la magia se transformó en un sinfín de gritos, risas y bromas.
–Un día empezarás a engordar y te convertirás en una pelota –bromeó Miguel.
–Todo lo que queráis, pero estoy muerto de hambre –respondió Luis–. Marcelo, ayúdame a traer la comida de la furgoneta, ya verás como al final se apuntan todos a jalar.
Con una sonrisa, Marcelo se incorporó y siguió los pasos de su amigo, mientras a su espalda, Elena bajaba los ojos y ocultaba su decepción


Un nuevo gemido, una nueva mordida de aquel maldito ser que invadía sus huesos sin tregua, alejó a la mujer de sus recuerdos.
Por su mente pasaron como un suspiro los años siguientes. El regreso de las vacaciones. El trabajo de Marcelo en otra ciudad. La disgregación del grupo, cada uno en pos de su futuro. La cercanía de Luis. Un embarazo que no debió suceder, fruto de una entrega por despecho, de la confusión por un amor no alcanzado. Un matrimonio sin pasión, sin magia, una vida dedicada a cuidar a los suyos, por obligación, por un amor impuesto, ocultando en sus entrañas, sus verdaderos sentimientos. Pero ¿qué hacer?, Luis actuó siempre como un marido y un padre maravilloso, ¿acaso era culpa suya que Elena no sintiese la pasión y el amor que debería?;  y su pequeña, aquella niña preciosa, ¿de qué culparla a ella?

Elena cumplió como madre, como esposa, cuidó a los suyos con todo el amor que fue capaz; pero en su interior, en el lugar más lejano de sus entrañas, ocultó la pasión, la guardó para otro.
 Y de repente, sin avisar, llegó la maldita enfermedad. Luchó contra ella, soportó el tratamiento y sus secuelas sin una sola queja. Todo fue inútil, el cáncer era incurable.
 Para su familia fue un golpe terrible; para Elena, no tanto, consideraba que su vida estaba cumplida, su hija ya era una mujer adulta, capaz de vivir sin ella y ayudar a su padre cuando este necesitase su apoyo.

 Sus años de trabajo como enfermera permitieron a Elena elegir su futuro inmediato; su decisión fue tajante, nada de medicinas que alargasen la agonía, nada de hospitales, permanecería en su casa, en su mundo, hasta que llegase el final. Un dosificador de morfina, unido a su mano derecha, proporcionaría a su cuerpo la paz que necesitase.
A la salida del hospital, tras conocer la fatídica noticia, sus ojos se posaron en un hombre de pelo negro y rizoso, con pequeños destellos de canas plateadas a los lados de las sienes, que, apoyado sobre el mostrador de recepción, hablaba con una muchacha. Era Marcelo. Sus ojos burlones, su sonrisa franca, su postura despreocupada, era él. Después de veintiséis años sin verse, sin hablarse, tras muchas disculpas cuando la antigua pandilla intentaba reunirse, aunque sólo fuese una vez al año, tras tantos y tantos intentos por olvidarle, ahí estaba él.

Con lágrimas en sus ojos, Elena abandonó el hospital, su pasado regresaba el mismo día que su futuro desaparecía.
  
Desde aquella mañana, las horas de Elena se consumían en la cama. Adormecida por los calmantes, buscó respuestas a su vida. Y las encontró, en una pequeña playa, acariciada por la brisa cálida de agosto. En sus sueños, sus labios se unían por fin a los de Marcelo, saboreando y calentando el frío salado de su piel con su propia pasión. En sus sueños, sus vidas se unían. En sus sueños era feliz. En sus sueños no existía el dolor.

Y a ellos deseaba entregarse por todo la eternidad, a su encuentro viajaría, antes de que sus escasas fuerzas impidiesen a sus manos manipular la fuente de sus calmantes. La siguiente dosis enviaría su cuerpo al pasado, de regreso a los brazos que añoraba, de vuelta a un futuro robado.

Mientras su descarnado dedo apretaba con firmeza el pulsador, inundando su sangre con un líquido transparente, la brisa marina, caldeada y húmeda golpeaba su rostro, al tiempo que unos labios salados y temblorosos se unían con ansia a los suyos.



                                                                                                          

miércoles, 3 de julio de 2013

Este jueves toca independizarse


¡Se acabó!¡ No aguanto ni un segundo más aquí!. Todo el santo día con la misma cantinela, que me tienen la cabeza loca con tanto ruido.

Porque digo yo que no será mucho pedir, el tiempo justo para pillar una pequeña frase con su sujeto, su verbo, su predicado. Vamos, lo normal, para que una se entere de algo.

Pero nada, en esta casa eso es imposible. 

Y vuelta a empezar de nuevo, ahora suena el silbato del árbitro, luego esas dos cacatúas que se pelean a gritos, ahora el suave murmullo de un riachuelo, eso parece un concierto, y eso es el sonido de un motor y ahora…

¿Pero cómo diablos se puede mover tan rápido un dedo?

¡Ya está! ¡No puedo más! ¡No soporto tanto zapping! ¡Me independizo!, gritó la pequeña muñeca de porcelana vestida con un traje de flamenca, al tiempo que abandonaba su peana encima del televisor.


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