Elena cerró los ojos y respiró con fuerza el aire salado que flotaba a su
alrededor. Con cada bocanada, la sensación de libertad embargaba su ser y se
evaporaba la tensión acumulada los últimos meses. El accidente de su padre, las
horas de trabajo en el negocio familiar para ayudar a su madre, los exámenes de
su último año en la universidad. Demasiada responsabilidad, demasiadas
preocupaciones y poco tiempo para ella. Por suerte, tanto esfuerzo mereció
la pena, por fin sus padres dejaron de tratarla como a una niña pequeña y la
contemplaron como lo que era, una mujer responsable, capaz de anteponer las
necesidades de su familia a las suyas. Gracias a su sacrificio, consintieron
que se fuese una semana de vacaciones con sus amigos a la playa.
Sentada en la toalla, con un libro entre las manos, observaba al resto
del grupo jugar en el agua; Ana, Marta, Luís, Marcelo, Toni y Miguel. Se
conocieron en el instituto. Juntos compartieron copas, mal de amores, risas.
Juntos llegaron a la universidad, y sufrieron decepciones, nervios, horas sin
dormir por la tensión de los exámenes. Y juntos planearon aquellas vacaciones
como símbolo de su paso a la vida adulta, tras terminar su formación académica.
Su destino, la costa sur francesa; durante unos días disfrutarían de la magia
de unos parajes solo accesibles para
sus bolsillos en sueños.
Elena observaba a sus amigos con una sonrisa en los labios, se sentía tan
bien a su lado, segura, protegida, querida.
–Vamos, deja de holgazanear y vente al agua. –Marcelo agarró con
suavidad sus manos mientras trataba de levantarla de la toalla. Su piel, helada,
provocó un escalofrío en Elena.
–Ya sabes que soy de secano, y que el agua fría no es lo mío –respondió
Elena, rogando para que Marcelo no soltase sus manos.
–Está buenísima – aclaró su amigo mientras se alejaba unos
pasos para coger su toalla y comenzar a secarse.
Sin poder evitarlo, la muchacha sintió que sus mejillas se
sonrojaban al contemplar el cuerpo de Marcelo. Su piel, tostada por sol, se
apretaba contra sus músculos sin que un ápice de grasa se interpusiese entre
ambos. Sus rizos morenos se pegaban con gracia a su nuca, en un desorden
perfecto.
–Creo que me voy a quedar un rato contigo al sol, mis
dedos empiezan a arrugarse como pasas –se justificó el joven.
El corazón de Elena palpitaba con fuerza contra su pecho. Sin hablar, golpeó
con suavidad la toalla, en un gesto inequívoco para que su amigo se sentase a
su lado.
La cercanía de sus cuerpos aisló a los muchachos del resto del
mundo. Sus ojos se miraron y sus sonrisas se respondieron en un gesto de
complicidad. Elena alzó su mano y, con suavidad y muy lentamente, apartó un
pequeño rizo que, rebelde, caía por la frente de Marcelo; mientras él
contemplaba su rostro en silencio.
La piel de la joven suspiraba por un beso, un roce, una caricia de
aquellos labios que no dejaba de mirar. Hacía meses que sentía una
fuerte atracción por él.
Sus cabezas se acercaban y sus labios se entreabrían…
El sonido del timbre, en la puerta de entrada, irrumpió en los sueños de
Elena arrastrándola de regreso a una
realidad aborrecida y aterradora. Ya era la hora, su marido y su hija abandonarían
la casa para acudir a sus vidas diarias lejos de aquellas paredes, y la mujer
morena y menuda, de manos ásperas, se quedaría para cuidarla. La odiaba, odiaba
su olor, sus suspiros, sus rezos constantes mientras ordenaba el cuarto. Pero
sobre todo, odiaba su mirada, aquellos ojos negros y rasgados en los que vio
reflejada por primera vez su decrepitud.
Cómo olvidar aquella maldita tarde en la que su marido acudió a su lado
triste y cabizbajo, para susurrar una realidad aplazada pero inevitable: debía
regresar a su trabajo, no disponía de más tiempo para quedarse en casa cuidando
de ella. En su ausencia, Amalia se encargaría de todas sus necesidades,
estarían muy bien juntas, aseguró Luís, sin atreverse a mirar el rostro de su
esposa. Solo para complacerle, Elena
alzó la mirada y observó a la muchacha que permanecía inmóvil al lado de la
puerta. Y allí estaba, en medio de sus ojos, la repulsión, el asco que la
visión de un cuerpo enfermo provocaba en el espíritu de la joven.
Deseó gritar con todas sus fuerzas que se largase, deseó arrastrarla por
el pelo lejos de la estancia. Pero no hizo nada. Acostumbrada a anteponer los
deseos de su familia a los propios, apretó la mano de Luis y asintió, él
necesitaba irse en paz y ella, una vez más, cumplió con su obligación.
Al quedarse sola de nuevo, Elena arrastró
sus doloridos huesos fuera de la cama y se dirigió al baño. Con manos
temblorosas, arrojó el fino camisón que cubría su cuerpo al suelo y, sin
respirar, contempló su imagen en el espejo.
Su mente se negó a reconocer aquel amasijo de piel amarillenta y arrugada
como su verdadera realidad. Sin saber muy bien qué hacía, Elena pasó su mano por la
cabeza, en busca de su larga melena, por un instante creyó que aun podría acariciarla.
Pero entre sus huesudos dedos no se enredó ningún cabello.
Del exterior de la casa se filtró el sonido de dos motores, su familia se
iba, nunca más volverían a verse.
El débil sonido del dosificador le trasmitió la cercanía de nuevos
instantes de paz. Por fin el dolor aflojaría y regresarían los sueños.
La piel de su rostro sintió de nuevo la brisa cálida y húmeda, procedente
de la playa. Sus ojos se posaron con ansia en los de Marcelo, anhelando sus
labios…
–Tengo hambre –gritó Luis abalanzándose sobre ellos.
–Yo también –rió Toni
–Menuda novedad, tú siempre tienes hambre, no sé dónde metes tanta
comida –protestó Ana.
A su alrededor se apiñaron el resto de sus amigos, la magia se transformó
en un sinfín de gritos, risas y bromas.
–Un día empezarás a engordar y te convertirás en una pelota –bromeó
Miguel.
–Todo lo que queráis, pero estoy muerto de hambre –respondió Luis–.
Marcelo, ayúdame a traer la comida de la furgoneta, ya verás como al final se
apuntan todos a jalar.
Con una sonrisa, Marcelo se incorporó y siguió los pasos de su amigo,
mientras a su espalda, Elena bajaba los ojos y ocultaba su decepción
Un nuevo gemido, una nueva mordida de aquel maldito ser que invadía sus
huesos sin tregua, alejó a la mujer de sus recuerdos.
Por su mente pasaron como un suspiro los años siguientes. El regreso de
las vacaciones. El trabajo de Marcelo en otra ciudad. La disgregación del
grupo, cada uno en pos de su futuro. La cercanía de Luis. Un embarazo que
no debió suceder, fruto de una entrega por despecho, de la confusión por un
amor no alcanzado. Un matrimonio sin pasión, sin magia, una vida dedicada a
cuidar a los suyos, por obligación, por un amor impuesto, ocultando en sus
entrañas, sus verdaderos sentimientos. Pero ¿qué hacer?, Luis actuó siempre
como un marido y un padre maravilloso, ¿acaso era culpa suya que Elena no
sintiese la pasión y el amor que debería?; y su pequeña, aquella niña preciosa,
¿de qué culparla a ella?
Elena cumplió como madre, como esposa, cuidó a los suyos con todo el amor
que fue capaz; pero en su interior, en el lugar más lejano de sus entrañas,
ocultó la pasión, la guardó para otro.
Y de repente, sin avisar, llegó la maldita enfermedad. Luchó contra
ella, soportó el tratamiento y sus secuelas sin una sola queja. Todo fue
inútil, el cáncer era incurable.
Para su familia fue un golpe
terrible; para Elena, no tanto, consideraba que su vida estaba cumplida, su
hija ya era una mujer adulta, capaz de vivir sin ella y ayudar a su padre
cuando este necesitase su apoyo.
Sus años de trabajo como enfermera permitieron a Elena elegir su
futuro inmediato; su decisión fue tajante, nada de medicinas que alargasen la
agonía, nada de hospitales, permanecería en su casa, en su mundo, hasta que
llegase el final. Un dosificador de morfina, unido a su mano derecha,
proporcionaría a su cuerpo la paz que necesitase.
A la salida del hospital, tras conocer la fatídica noticia, sus ojos se
posaron en un hombre de pelo negro y rizoso, con pequeños destellos de canas
plateadas a los lados de las sienes, que, apoyado sobre el mostrador de
recepción, hablaba con una muchacha. Era Marcelo. Sus ojos burlones, su sonrisa
franca, su postura despreocupada, era él. Después de veintiséis años sin verse,
sin hablarse, tras muchas disculpas cuando la antigua pandilla intentaba
reunirse, aunque sólo fuese una vez al año, tras tantos y tantos intentos por
olvidarle, ahí estaba él.
Con lágrimas en sus ojos, Elena abandonó el hospital, su pasado regresaba
el mismo día que su futuro desaparecía.
Desde aquella mañana, las horas de Elena se consumían en la cama. Adormecida
por los calmantes, buscó respuestas a su vida. Y las encontró, en una
pequeña playa, acariciada por la brisa cálida de agosto. En sus sueños, sus
labios se unían por fin a los de Marcelo, saboreando y calentando el frío
salado de su piel con su propia pasión. En sus sueños, sus vidas se unían. En
sus sueños era feliz. En sus sueños no existía el dolor.
Y a ellos deseaba entregarse por todo la eternidad, a su encuentro
viajaría, antes de que sus escasas fuerzas impidiesen a sus manos manipular la
fuente de sus calmantes. La siguiente dosis enviaría su cuerpo al pasado, de
regreso a los brazos que añoraba, de vuelta a un futuro robado.
Mientras su descarnado dedo apretaba con firmeza el pulsador, inundando
su sangre con un líquido transparente, la brisa marina, caldeada y húmeda
golpeaba su rostro, al tiempo que unos labios salados y temblorosos se unían
con ansia a los suyos.
Alicia, me ha emocionado tu relato tan bien escrito. Qué vida más triste! Pero al menos en el último instante de vida consiguió el beso que tanto deseó.
ResponderEliminarUn beso
Gracias por tus palabras Charo. La protagonista soñaba con un pasado que no pudo ser, soñaba con un beso que no logró. Un besote para tí.
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