miércoles, 18 de septiembre de 2013

Este jueves, una receta






Poción para enamorados, que quieren seguir estándolo:

150 gramos de Complicidad.
Una pizca, o dos, de Paciencia.
Un kilo de Admiración.
Una cucharada colmada de Deseo.
Un puñado de Risas.
Medio vaso de Aficiones Comunes.

Se prepara la mezcla a fuego lento, sin dejar de remover con ritmo y cadencia, trabajando la masa con mimo para mantenerla esponjosa y fresca, hasta que todos los ingredientes se unan en uno solo.

Si queremos que la poción surta efecto se deben tomar unas cucharadas templadas cada día, en compañía de la persona elegida, contemplando sus ojos y su sonrisa y olvidando por completo el reloj y el resto del mundo.


Para más recetas visitar el balcón de Cass

martes, 10 de septiembre de 2013

Capítulo de Buenos días; Mamma

Familiar de Mamma

Estimado Carlos:

Espero que al recibo de esta misiva tanto usted como los suyos se encuentren bien de salud.

Me entristece el motivo de estas letras, que no es otro que comunicarle el triste fallecimiento de su madre.

El martes pasado sus ojos se cerraron por última vez en la casa familiar, acomodada en su alcoba, como era su deseo.

Sin más molestias, me despido transmitiéndole mi más sentido pésame tanto a usted como a sus seres queridos.

Su familia de acá cuidaremos de las pertenencias de su santa madre mientras usted no disponga su destino.

Un atento saludo.

                                                           Regina



Cuando el maestro Santiago me leyó la carta sentí un escalofrío en todo mi cuerpo, yo no sé apenas escribir y no es mi intención criticar a una persona tan culta como el señor Santiago; pero al escucharle, a mi corazón no le llegó el calor, el cariño y la pena que deseaba transmitirle a mi primo. Al pedirle que me escribiese una nota avisando a Carlos de la muerte de su madre, me imaginé algo distinto, yo pretendía que hablase de Mamma, de sus muchas virtudes, de lo tristes que nos sentíamos sus familiares, de lo vacío que se encontraba el pueblo sin ella...,  quizás mi incultura me impida comprender lo imposible que es dejar en una pequeña hoja de papel el enorme vacío provocado por la pérdida de un ser mágico como Mamma.

Vivimos en la provincia de Azua, al suroeste de la República Dominicana. Nuestro pueblo se encuentra en la bahía de Ocoa, rodeado de lo más bello de la naturaleza; montañas verdes y frondosas con altas cumbres  de la Cordillera Central y la Sierra de Martín García y playas de arena fina y aguas transparentes que forman la Bahía.

Para entender la historia de nuestro pueblo hay que  retroceder a la época de mis bisabuelos, el inicio de nuestra aldea fue la unión de un haitiano fugado de su país —para no convertirse en esclavo de la caña de azúcar, como el resto de su familia— y de una dominicana alegre y decidida, fruto de una tierra dura, a la que ningún contratiempo conseguía doblegar.

Mis bisabuelos tuvieron 18 hijos, esto puede variar según a quien se pregunte, lo que va pasando de boca a boca a veces se cambia sin querer.  En aquella época las autoridades pedían a la gente que acudiese a la capital, Compostela de Azua, cada vez que tuviesen un nuevo muchachito para apuntarlo en unos enormes libros, pero aunque era obligatorio las gentes de los pueblos casi nunca lo hacíamos, un viaje tan largo y tan cansado sólo para decir que teníamos una nueva criatura en la casa no tenía mucho sentido; se hacía algunas veces, para que no nos castigasen las autoridades, pero no con todos los nacimientos, por eso es tan complicado saber de verdad el número de criaturas que nacieron en casa de los bisabuelos.

Una de ellas fue mi abuela paterna Gladys y otra, Mamma.

Mi bisabuelo Ismael era un hombre de casi dos metros de altura y músculos marcados y duros como su propia vida, o así lo recordaban sus hijos y nietos, al oírles hablar de él uno se imagina a un gigante capaz de derivar un árbol solo con sus manos, a veces pienso que las historias que se cuentan son un poco exageradas por el cariño, de él se dice que era capaz de trabajar desde el amanecer al anochecer en Puerto Viejo, realizando todo tipo de tareas en los barcos: descargaba petróleo, ayudaba en los barcos de pesca, pintaba o reparaba barcas, cualquier cosa que le permitiese ganar algo de plata, sin que una sola gota de sudor recorriese su cuerpo,  él solo hacía el trabajo de cuatro hombres adultos.

Toda su fuerza, empleada en el trabajo y en las duras tareas de la casa, que él  construyó con sus manos ampliándola a la vez que crecía su familia, se convertía en ternura y mimos cuando se acercaba a su mujer y a sus hijos.

Sus pequeños eran su debilidad, cada nuevo embarazo suponía un motivo de fiesta en aquella casa cada vez mas repleta. Jamás faltó comida, ni ropa, ni un techo y no sólo para su familia, sino para cualquiera que lo necesitase.

Ayudaba a sus convecinos, negándose siempre a que le pagasen; los favores no se cobran, simplemente se hacen y se olvidan, esa era su forma  de vivir y de pensar y así educó a sus pequeños.

Por todo eso, no es raro que el día de su muerte la presencia de tanta gente en el pueblo provocase que los militares apareciesen en la iglesia para comprobar, con sus propios ojos, que todo aquel alboroto lo causaba el entierro de un hombre, y que no se trataba de una revuelta de campesinos. Nunca volví a ver  tanta gente reunida llorando por la pérdida de un buen amigo. 

Nadie sabe cuántos años vivieron juntos los bisabuelos, ni la edad que tenían cada uno, o la fecha de cumpleaños de sus muchachitos, para ellos ese tipo de fiestas no tenían sentido; en sus vidas no era necesario buscar una disculpa para reunirse y disfrutar, cada amanecer abrazados era suficiente motivo de alegría y así se lo enseñaron a sus pequeños. Si del bisabuelo Ismael resaltaba su altura y su fuerza, de mi bisabuela Maruca era su sonrisa, su boca grande, de labios carnosos y dientes perfectos. Ella ofrecía una imagen de felicidad completa, que la acompañó hasta la muerte de su marido. Con su pérdida, la luz se apagó en su vida para siempre. La ilusión por ver un nuevo amanecer desapareció tras Ismael y ella decidió seguirlo para poder estar juntos, antes que vivir  sin su adorado esposo.

Mis bisabuelos enseñaron a sus hijos a vivir de su trabajo y de su esfuerzo; desde muy pequeñitos, todos debían colaborar en las tareas de la casa, cada uno según su edad, y fuerza. La división de esas tareas se hacía en función de su sexo: a los varones les tocaba acompañar a su padre al puerto y trabajar en cualquier oficio por el que les pagasen, mientras las muchachas permanecían en la casa, ayudando a  su madre en la cocina  y la costura, además de en el resto de tareas domésticas y de labranza.

Maruca era físicamente lo opuesto a su marido, corta de estatura y larga de peso, con brazos y piernas gruesas como árboles que recordaban a los troncos de las palmeras que rodeaban la playa. Recuerdo su sonrisa el día que con una cuerda rodeando su cintura comprobó que esta medía dos veces la del bisabuelo Ismael, qué divertido le parecía. Ver aquellas manos gruesas y pesadas transformando metros de tela en prendas de abrigo, colchas, cortinas, o bordando sin descanso, era lo normal cuando visitabas su casa.

Durante las tardes y noches de costura, rodeada de todas sus hijas, contaba historias de sus antepasados en las que mezclaba personajes humanos con otros divinos e inventaba leyendas fantásticas que mantenía la atención de toda su familia durante horas. Cuando su marido y los muchachos terminaban de trabajar, volvían corriendo a la casa para sentarse alrededor de Maruca y escuchar, sin perder detalle, los cuentos que ella inventaba. Jamás nadie tuvo  un público tan fiel.

Los años fueron pasando con sus penas y alegrías, pero siempre con la familia reunida, mis bisabuelos creían que cualquier problema presente o futuro tendría solución si estaban juntos.

Esta idea siguió clavada en el corazón de sus hijos, llevándolos a crear nuestro pueblo, que no es otra cosa que un grupo de casas alrededor del  lugar donde vivían los bisabuelos. Cada hijo que se casaba buscaba un trozo de tierra donde colocar su pequeño hogar, que no estuviese muy alejada de la de sus padres, para poder estar cerca.

Es curioso, nunca había pensado en que no tiene un nombre, para nosotros es el pueblo, sin más, aunque no aparezca un cartel a su entrada con un nombre por el cual lo conozcan las gentes de los pueblos vecinos. Para las autoridades no existimos como tal, pero sinceramente a las gentes de aquí eso poco nos importa.

De todas las hermanas de mi abuela la única que tuvo interés por la costura fue Mamma. Desde muy pequeña demostró que podía ser mejor que su madre. Con los años, acudían a su casa gentes de los pueblos vecinos para que les hiciese sus vestidos de boda o sus ropas de cama, sabiendo que nadie en los alrededores los haría mejor. De todos los lugares de la provincia llegaban mujeres con fotos de vestidos sacados de las revistas de moda, para que Mamma los copiase; para ella una sola mirada era suficiente poder hacer uno igual al de la fotografía.

Físicamente, Mamma era una mezcla de sus dos abuelos, fuerte y alta como Ismael y rechonca como Maruca; su carácter tímido y retraído sufría con las miradas que la gente lanzaba a aquel cuerpo tan poco común en una muchacha. Sé por mi madre que de jovencita las fiestas y reuniones sociales eran para ella un sufrimiento. Ella prefería la tranquilidad de su casa, rodeada de telas, hilos y botones; si hubiese podido pedir un deseo, estoy segura de cuál hubiese sido: poder ser invisible, para caminar a sus anchas por la calle sin que nadie se fijase en ella.

Todos en la familia creyeron que se quedaría soltera. ¡Cómo encontrar marido escondida día tras día bajo colchas y sábanas bordadas!

Pero en esta vida suceden encuentros que nos enseñan lo mucho que desconocemos de las personas con las que vivimos. Cuando Mamma tenía una treintena de años, y en su pelo negro y rizado ya aparecían las primeras canas, su vida cambió.

Varias veces al año llegaban al pueblo vendedores ambulantes desde la capital, los caminos que rodeaban el pueblo eran poco seguros y en las épocas de lluvias casi no se podía caminar por ellos, por eso estábamos obligados a depender de estos hombres para comprar ciertos productos y tener noticias más o menos recientes y más o menos ciertas de lo que pasaba en el resto del país. Todos sabemos que no se debe creer lo que te cuentan si tú no puedes comprobarlo; pero bueno, estos chismes nos servían para entretenernos un rato al no tener otras diversiones.

Estos hombres solían ser los mismos cada año; era un trabajo duro y no ganaban mucha plata en cada viaje, así que sabíamos que con los años dejarían de venir al pueblo.

El  año que Mamma cumplía 32 años, el comerciante de telas llegó al pueblo con un ayudante. Se llamaba Samuel y era el hijo de su hermana, le acompañaba para conocer el oficio y así poder ocuparse de él cuando su tío se jubilase. Para el muchacho ser observado por todo el pueblo era peor que si le quemasen, era muy tímido y no le gustaba la gente, mientras su tío nos contaba quién era y por qué estaba allí, su cara se volvió roja como el fuego. Su cuerpo delgaducho y blanco parecía transparente, mientras cientos de ojos miraban su piel esperando ver cómo se rompía en mil pedazos ante el esfuerzo de descargar los rollos de telas que permanecían  en el viejo carro.

Apenas fue capaz de alzar la voz para saludarnos, se notaba que la gente no le gustaba y todos nos preguntábamos cuánto tiempo tardaría en desmayarse de los puros nervios.

Mamma miraba lo que estaba pasando desde una esquina de la calle, alejada de sus vecinos, sabiendo lo que el muchacho sufría porque ella lo vivía cada día. Nunca nadie supo ni cómo ni cuándo se hablaron por primera vez, pero al cabo de cuatro días Samuel le dijo a su tío que se quedaba en el pueblo, tenía novia, quería casarse y vivir allí; su idea era abrir una tienda en el pueblo desde la que vender los productos que su tío le enviase desde la capital. El viejo comerciante aceptó y se marchó deseándole lo mejor en su nueva vida y encantado de no tener que volver a viajar en su viejo carro por aquellos caminos; desde ese momento su lugar estaría en la ciudad, jubilaría a su vieja mula, que falta le hacía, y compraría un camión con el que mandar los productos a su sobrino.

Mamma y Samuel  se  casaron  a  las  dos semanas, sin que nadie lo supiese —cómo pensar que dos físicos tan diferentes pudiesen gustarse—. Fue una boda sencilla, sin invitados, ni público, solo los novios y el cura, sin miradas que molestasen.

Su vida juntos fue larga y tranquila, sus sueños eran parecidos, y la manera de conseguirlos también.

Sólo una nube oscurecía sus días, los muchachos que tanto querían los dos no llegaba. Mamma tuvo varios abortos que la llenaron de miedo y vergüenza al no poder darle a su esposo unos muchachitos sanos y fuertes que correteasen por la casa; vergüenza por no ser una mujer como las demás y miedo a que él la abandonase.

Cuando la esperanza de tener un bebé propio había desaparecido, nació Carlos. Con su llegada, la felicidad de Samuel fue tanta que el día del bautizo organizó una fiesta para toda la familia, es decir para todo el pueblo, hasta pudo realizar un brindis con miles de ojos fijos en él sin que le temblase la voz. Todos los vecinos estaban asombrados con esa valentía.

Desde que el muchachito nació, sus padres centraron su vida en él, todo era poco para su pequeño, nada podía faltarle, era el rey de la casa, y tanto lo mimaron que con los años —creo yo— se arrepintieron. Carlos creció rodeado de todo lo que deseaba; antes incluso de saber que lo quería, su madre se adelantaba a sus caprichos, no dándole tiempo a pedir las cosas.

El tiempo pasa muy deprisa y cuando Mamma y Samuel se dieron cuenta descubrieron que en su casa yo no vivía un muchachito, sino un hombre de 16 años alto y con los ojos y el pelo claro y una voz encantadora que enamoraba. Ni en su físico ni en su manera de comportarse se parecía a sus padres.

Carlos descubrió, ya muy joven, su poder sobre las muchachas. Primero con su madre, de la cual conseguía todo lo que quería, y después de mujeres que encontraba por la calle y que con una simple sonrisa le daban chocolatinas y dulces.

Durante su juventud dedicaba todo su tiempo y esfuerzo a enamorar a muchachas del pueblo. Su padre intentó que trabajase con él en la tienda, para que continuase con ella cuando él faltase, pero no consiguió que el muchacho mostrase ningún interés por el trabajo. Samuel no sabía qué hacer; se enfadaba, le amenazaba, pero no servía de nada, lo único que ocurría es que Carlos desaparecía un par de días mientras Mamma se quedaba en casa llorando por si algo malo le ocurría. Cuando el muchacho regresaba, cansado de sus correrías en otros pueblos, era recibido como el rey que se creía y todo volvía a ser igual durante unas semanas.

Nada bueno podía salir de esa situación y eso Samuel lo sabía, aunque nunca se imagino algo tan horrible como lo que realmente pasó.

El comportamiento loco de Carlos le llevó a preñar a una muchacha de un pueblo cercano, de apenas 13 años. La familia, ofendida, le exigió se desposase con ella para salvar el honor de la chiquilla. El loco del muchacho, en lugar de calmar la situación, insultó a los hermanos y padres de la niña, riéndose de lo sucedido y negándose a casarse con ella.

Aquel error terminó con Carlos molido a palos y con la tienda de Samuel quemada con él dentro. Fue horrible, los vecinos tuvieron que sacarlo a rastras para que no muriese en el incendio, no quería dejar todo aquello por lo que llevaba tantos años trabajando. La pérdida de su tienda fue un golpe muy fuerte para el bueno de Samuel; sentía todo lo perdido, las mercancías, el dinero, los recuerdos, pero sobre todo le dolía que el causante de tanto daño fuese su propio hijo.

Carlos desapareció del pueblo sin que nadie le viese, su vida estaba en peligro y lo sabía. Durante años no se supo nada de él, solo algún comentario llegaba de vez en cuando le hacía en las minas del Norte.
Samuel no volvió a trabajar, se pasaba el día mirando por la ventana y contemplando el mar sin decir una sola palabra, el humo respirado en el incendio le había enfermado sus pulmones y la traición de su hijo el alma. Nunca superó lo ocurrido. Mamma lo odió durante años porque pensaba que era una injusticia culpar a su hijo de que aquellos desalmados quemasen la tienda; tardó mucho tiempo en saber lo que pasó en realidad, su familia no se atrevía a contarle que el culpable había sido su propio hijo por desvirgar a una niña.

Cuando Samuel agonizaba,  mi abuela pensó que Mamma debía saber la verdad, su marido no era el monstruo que ella se imaginaba. Gracias a Dios la confesión se produjo a tiempo y Mamma y Samuel pudieron decirse lo mucho que se querían antes de que él muriese. Todos pensamos que se fue sintiéndose responsable por el daño que Carlos había causado.

Al morir Samuel, Mamma pidió a Carlos que regresase a la casa Lo cierto es que durante todos esos años ella siempre supo cómo localizarlo; aunque no lo hizo; no deseaba que Samuel sufriese, le quería y no le obligaría a volver a ver a Carlos, porque sabía que eso le causaría mucha pena.

La vuelta de Carlos al pueblo sirvió para comprobar que no había cambiado nada, de nuevo sus amoríos con muchachitas jóvenes crearon problemas en el pueblo.

El embarazo de Altagracia, luego el de Aristea y la fuga con ella a España,  las  peleas en bares y la falta de interés por ningún trabajo —no aguantaba en ninguno más de un par de semanas— eran disgustos para Mamma, la cual se sentía incapaz de frenar las locuras del muchacho .

Al poco tiempo de marcharse Carlos a España, Altagracia lo siguió dejando a la pequeña Miriam al cuidado de Mamma. Esa niña lo fue todo para ella, era su segunda oportunidad para hacer las cosas bien, Dios le regalaba una hija. Se la veía tan feliz, volvía a sonreír como en los primeros años de su matrimonio. La muchachita era un encanto, dulce, cariñosa y amable con todo el mundo, pegada a las faldas de su abuela, día y noche, no quería separarse de ella para nada. Eran felices juntas. Supongo que ninguna de las dos se imaginó jamás que se tendrían que separar.

Pero así fue, la madre la reclamó desde España y nos tuvo que dejar; aún la recuerdo agarrada a la ropa de Mamma, llorando y pataleando para no subirse al autobús que la llevaría a la capital rumbo a su nuevo país. Al recordarlo los ojos se me llenan de lágrimas, el dolor de esa pequeña te rompía el corazón. Mamma soltó la manita que se agarraba a su ropa y sin decirle nada se dio media vuelta y se alejó para siempre. ¡Cómo gritaba Miriam!, aun con la puerta del autocar cerrada se podía oír llamando a su abuela; pero ésta no se giró, continuó con paso lento hasta su casa, donde se encerró.

A las dos semanas mi madre me mandó a visitarla para saber cómo se encontraba, la familia estaba muy preocupada por su salud y temía que hiciese alguna tontería. Cuando llegué a la casa, me encontré a Mamma en su mesa de costura, como siempre la recordaré, atareada en su labor y sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Al verla así respiré aliviada, todo parecía normal. Qué tonta puede ser una muchachita joven, como lo era yo en aquellos tiempo; poco tardé en darme cuenta que lo que veían mis ojos era sólo su cuerpo, su mente se había perdido para no regresar jamás.

Desde ese momento toda la familia se encargó de cuidarla, organizábamos turnos para que nunca estuviese sola, le preparábamos la comida, vendíamos sus costuras, que ella seguía tejiendo sin parar día y noche, y con ese dinero le comprábamos lo que necesitaba para la casa y para ella.

El cuerpo de Mamma, hecho para trabajar y sufrir, resistió mucho más tiempo que su mente, pero nada supera el paso del tiempo, ni siquiera los mas fuertes vencen a la muerte; en este caso a la muerte física, porque la del alma ya había sucedido mucho tiempo atrás cuando tuvo que soltar la mano de Miriam de su vestido, ropa que conservó en un baúl hasta su muerte.

Cuando Carlos venga al pueblo a visitar la tumba de su madre me gustaría hablar de todo esto con él, estoy segura de que su dolor se calmará al escucharme.



miércoles, 4 de septiembre de 2013

Este jueves; el olvido



Por escuchar tu voz, olvidé mis palabras.

Por complacer tus deseos, olvidé mis sueños.

Por sentir tu piel, olvidé mi alma.

Por construir tu futuro, olvidé mi presente.

Por leer en tus ojos, olvidé mis libros.

Por mantenerte a mi lado, me olvidé de mí. 

Y ahora que te vas, que me dejas, por fin siento que podré olvidar, olvidarme de ti y volver a recordar.



Para los olvidadizos recuerdo la dirección de este jueves Charo